jueves, 29 de marzo de 2012

CUENTO EL ANTOJO


EL  ANTOJO

En una fina vajilla, sirven jugosos filetes. A través de un grueso y limpio cristal, observa una hambrienta mujer, tiene sus pupilas y papilas dilatadas; su actividad sensorial inmensamente exaltada, cual divina artista, en un éxtasis supremo, pretende perpetuar la vida y su creatividad.

La harapienta fémina está poseída de un estado máximo de contemplación; el hermético cristal, no le permite percibir el olor del manjar a medio cocer, algo sanguinolento. Una policromía de vegetales flanquean al plato, coronado con blanca cebolla, cual aureola luminosa, lo hace mucho más apetecible. Sigue mirando,  mientras dos comensales empiezan a degustar los alimentos.

Continúa inmóvil, aturde su cuerpo, el deseo prolongado por comer durante días, la mujer se transforma en una estatua de la miseria.  A pocos metros, el viento cálido del Mar Caribe, mueve sus trapos; el crepúsculo vesperal la reviste de un toque espectral,  en sus células lleva la estampa del hambre eterna del arrabal.

Cuando los ciudadanos ingieren el sabroso filete, la fémina lame sus labios y traga, la abstracción mental, le permite vivir la realidad virtual de creer que se alimenta.

Las personas terminan de comer su suculento plato e ingieren un trago de agua.  La embarazada trata de hacer lo mismo,  verifica que no tiene el preciado líquido y sigue hambrienta. La cruel realidad hace que, ahora, empiece un estado de bulimia, toda su actividad cerebral se concentra en nutrirse. El mozo retira los recipientes conteniendo una lonja de filete; ya ni siquiera tiene fuerzas para mirar el pedazo de carne,  último vestigio de su gran quimera alimenticia.

La desamparada mujer, lleva en su vientre dos criaturas que gimen de hambre y desesperados mueven el cordón umbilical, para extraer alguna sustancia alimentaria, únicamente jalan aire y en el vientre lanzan fuertes patadas,  quieren salir a otro lugar más placentero. El líquido amniótico desaparece gradualmente, como las aguas de un pequeño riachuelo durante el implacable verano.

Aquel ser femíneo, lentamente mueve el cuello y mira a su alrededor, para pedir auxilio a algún transeúnte o encontrar un árbol que le permita agarrarse,  no tiene energías para gritar. Ella está inmóvil, como cariátide miserable con la barriga templada por sus vástagos;  había regresado a lo real,  con sus manos sobre el vientre, acaricia sus hijos desesperados por el hambre, pero no tiene fuerzas para caminar, ni consistencia para mantenerse de pies,  como arcilla mal cocida cayó al suelo, quejidos delirantes musitan sus labios, que ahora besan la tierra, cual último toque labial sobre la piel de la madre natura.   En su mente queda fija la imagen suculenta del filete y únicamente en forma leve atina a decir: carne.

En el césped del jardín, el vigilante del restaurante, encuentra la mujer desmayada,  el noble hombre busca agua potable para saciarle la sed,  pero ella tiene los labios cerrados y ya no se escucha el triste canto de una palabra, monólogo de los delirios del hambre, integrado por dos sílabas : carne.  El humilde empleado notifica el hallazgo al administrador del negocio, quienes sigilosos y diligentes se apersonan al lugar.

El gerente está pasmado, al ver la mujer tirada sobre la inmensa sábana verde de la grama;  le toma el pulso,  casi simultáneamente, pone el oído sobre el corazón de la embarazada, contacta que carece de signos vitales, tiene la falda mojada de sangre y deja entrever las esqueléticas piernas. Escuchan un ligero gemido infantil, los dos hombres miran a una criatura que nace; el vigilante se despoja de la camisa de su uniforme y recibe al bebé, sendos ciudadanos se convierten en parteros.   Transcurren quince minutos, milagrosamente,   otro vástago lanza el grito de la vida, frente al  Mar Caribe y bajo la luna tropical. Es sumamente difícil movilizar la madre con los infantes, que aún cuelgan del sagrado lazo materno, el paramilitar extrajo de su cinto una navaja tipo sevillana y cortó el cordón umbilical de los gemelos. __ ¡Se morirán!__, dijo el regente muy preocupado y nervioso. Contestó el guachimán en funciones de médico: __ ¡Vivirán!,  traiga un poco de aguardiente blanco, para desinfectar los niños. 

El ejecutivo del restaurante de lujo, trajo media botella de ron y la entregó al vigilante, quien reverentemente vertió tres chorritos de aguardiente sobre la grama e invocó el poder de la Santísima Trinidad de Dios Todopoderoso,  sumo sacerdote del sincretismo religioso dominicano; alzó la botella sobre su cabeza, presentándola al cielo, cual profanado cáliz de la consagración; la tapa del envase de  la bebida espirituosa, la convirtieron en vaso y ambos se dieron dos petacasos para apaciguar sus almas. Entonces, el  médico por accidente de la vida,  hizo  rústicas limpiezas en los niños y la madre; buscaron manteles para envolver a los infantes. Algunos segundos, luego de nacido el último bebé, la parturienta lanzó un suspiro casi imperceptible, quizás era una mueca por el dolor o una sonrisa irónica; tal vez,  para burlarse de la muerte y dar gracias por la vida de sus hijos; quien sabe, si era la despedida de su existencia; por eso, los presentes, comprobaron que aún vivía. Entonces, preguntó el gerente del restaurante a su acompañante: __Dónde aprendiste a ser partero__. Respondió el guachimán: __En la universidad de la naturaleza, en mi campo ayudé en el alumbramiento de vacas, cerdas y chivas; además, desde mi bisabuela hasta mi madre, todas eran comadronas. Terminé mi bachillerato y no pude estudiar medicina, pero las virtudes que Dios concede, nadie nos la quita.

Inmediatamente, la madre y los dos niños son transportados al hospital público de maternidad, las criaturas son declaradas vivas y viables, aunque con bajo peso. Un pediatra revisa el corte del ombligo y ordena que los recién nacidos sean aseados.

La enfermera cumple con la orden del médico, empieza la profilaxis de rigor, limpia la cabeza y el pectoral de uno de los bebés; luego procede a higienizar la espalda del infante, descubrió que brotan pequeñísimas gotitas de sangre del omóplato izquierdo del niño; en múltiples ocasiones esteriliza el área, pero vuelve a ponerse rojiza.  Posteriormente, lleva la criatura al área de incubadora.

Inicia el mismo proceso de verificación y cuidado con el hermano gemelo; la enfermera queda atónita al descubrir que el otro recién nacido, poseía idéntica marca en su anatomía.

El pediatra de turno, rápidamente llamó a los dermatólogos y otros especialistas, para que procedieran a evaluar ambos casos. En forma urgente,  ordenan hacer los análisis de lugar para determinar si existe alguna patología.

Uno de los obstetras, ajustando las lentes a su rostro, argumentó: __Parece que los niños padecen de hemofilia, sustento mi criterio a priori, porque  el sangrado es lento,  aunque persistente en los omóplatos de los bebés.

La enfermera atiende a los niños y  escucha las sugerencias de los galenos;   quienes  muestran preocupación por el ligero sangrado en recién nacidos de muy bajo peso, situación  que de persistir, pondría en peligro la vida de los infantes, según el criterio de los facultativos.

__Discúlpenme, doctores__, interrumpió la enfermera__, eso que los niños tienen en la espalda, no es una enfermedad de la piel, ni otra complicación, simplemente es un antojo de la madre. Ya comprendí el caso, se trata de un pedazo de carne que la madre anhelaba y el deseo insatisfecho produjo esa mancha.
      Contestó el jefe de los facultativos: __Enfermera, su razonamiento no tiene lógica conforme a la ciencia médica,  usted está carente de formación académica.

Ansiosa y dispuesta a sustentar su criterio práctico, la enfermera argumentó: __Doctor, en la vida hay cosas que la ciencia no puede explicar. Eche para acá, mire el pedazo de carne dibujado sobre las espaldas de los bebés, parece un tatuaje en alto relieve.  Nadie me puede decir, que no es un antojo. Estoy convencida, como saber que algún día me voy a morir__.  Guardando silencio, el médico  empieza a caminar hacia las cunas, observando con ojo clínico a los niños.

Al amanecer,  llega el turno de relevo al hospital.  A media mañana, alrededor de las diez, los análisis de sangre y otros estudios clínicos confirman que las criaturas no tienen ninguna enfermedad; únicamente anemia y deben ser nutridos adecuadamente para elevar los niveles de hemoglobina. Aunque alimentarlos era el gran dilema;  hace más de doce horas que la madre fue declarada muerta y no llega ningún familiar de los infantes o un buen cristiano, que pudiese buscar la leche requerida.

Las parturientas prestan sus senos a los niños y en cada momento de lactancia,  succionan las mamas con las fuerzas de infantes de nueve meses, padecen de la patología social denominada por el pueblo como hambrina aguda. Por el desasosiego que caracteriza la peculiar forma de alimentarse, cariñosamente les dicen Chupa Chupa y Traga Traga.

En el libro de novedades del Hospital Maternidad Nuestra Señora de La Altagracia, se registra: Hoy, día miércoles, doce de agosto del año mil novecientos cincuenta y nueve, alrededor de las ocho de la noche, fue conducida hasta este centro de asistencia médica, una mujer en estado de pos parto, situación agónico, aproximadamente de treinta años de edad,  con dos criaturas gemelas, nacidas hace alrededor de dos horas, sexo masculino, de tres libras cada uno, ambos niños poseen idéntica mancha sanguinolenta en el omóplato izquierdo. Corte umbilical aceptable.  Madre fallecida y sin identificación. Al pie de la página aparece la firma legible del Dr. Ricardo Rodríguez Díaz, médico que certifica la información.

Nadie reclama el cadáver de la mujer y tampoco a los niños.   El cuerpo de la fémina es remitido a la morgue,  quince días después, las autoridades del hospital, sin poder identificarla, luego de cumplir con el protocolo de rigor, proceden al entierro. Los gemelos, poseedores de mejor suerte,  milagrosamente vivos y con apodos, son enviados al servicio infantil público, frente al mismo mar que los vio nacer.
La enfermera que recibió a los bebés en el centro de maternidad,  se encariñó con Chupa Chupa y Traga Traga, está comisionada por el director de la entidad, para entregarlos a la dirección del Hospital Infantil Angelita.

En cumplimiento de la encomienda, la ambulancia transita por el malecón,  mientras la paramédica conversa con el chofer: __ ¡Caramba, la situación de estos bebés me rompe el alma!  ¿Cuándo llegará un político con espíritu de Prometeo, una gran reserva moral, que busque para el pueblo la dignidad y su alma fortalezca con la humildad?

El chofer de la ambulancia la interrumpió: __ ¡Mira muchacha, baja la voz,  mejor cállate, deja de hablar así, que ahí mismito va la avanzada del jefe y esas gentes tienen los oídos más fino que los demonios, todo lo escuchan__. El conductor temeroso, aborda el carril derecho, reduce la velocidad y detiene la marcha del vehículo de motor, obedeciendo la voz áspera y la señal de pare, de parte de un miembro de la seguridad del Estado.             

Un Chevrolet, lujoso automóvil del Generalísimo Trujillo, se estaciona en la más bella avenida de Santo Domingo.
El chofer de la ambulancia susurra: __Te lo dije, estamos descubiertos, escucharon tu voz de protesta contra el gobierno.

__Hacia dónde van___, inquirió un hombre con voz de mando,  al conductor de la ambulancia.

Al chofer interpelado,  las piernas se le convierten en gelatina, no cae, porque permanece sentado; las extremidades inferiores, hacen movimientos involuntarios, de la cintura hacia abajo tiene sensación de calambre. La garganta reseca y trunca; si gaguea, está perdido,  a la guardia de Trujillo, se le habla con voz firme y respetuosa. En milésimas de segundo hizo un ejercicio mental,  ensayando el discurso de la libertad, al fin pudo contestar: __Vamos al Gran Hospital Angelita, a entregar esos niños huérfanos, por orden expresa del Generalísimo Trujillo, Protector de la Niñez, Gran Benefactor de la Patria y Padre de la Patria Nueva.

La aspereza del militar se esfumó del rostro, había mencionado el nombre del ‘excelso y perínclito barón de San Cristóbal’. Con voz suave, el oficial manifestó: __Un agente nuestro irá con ustedes en la ambulancia, para indicar que tienen pase franco;  tomamos ciertas medidas de seguridad, para permitir un paseo del jefe, frente al hospital que lleva el nombre de su hija.  Si la visita a ese centro médico es breve, vuelvan por otra vía.
Acto seguido, un agente abordó el medio de transporte, acompañando a la enfermera, el chofer y los niños gemelos. Cada minuto era eterno bajo la mirada investigadora del chivato; el llanto desesperante de los infantes hambrientos y el calor sofocante de la ribera caribeña; se convirtieron en tres eternidades para arribar al hospital infantil.     

El soplón se desmontó de la ambulancia en el estacionamiento del Hospital Angelita y dijo: __De regreso, vayan por otra vía, como ordenó el comandante.

Tantas historietas y conjeturas tejidas sobre Chapita, el endiosamiento de su persona, algunos dicen que un gran bocó o bacá lo protege, y sus maléficos poderes convierten a sus opositores en zombis. Por tanto, está muy arraigada la creencia, de que nadie debe observar los ojos del jefe, porque su mirada es relampagueante e hipnotizante. Pocos quieren investigar estas mentiras afianzadas en la conciencia colectiva, que sirven a la mistificación del misántropo caribeño, como el chivo que más mea.

Cuando la ambulancia estuvo debidamente estacionada; el chofer da gracias a Dios, que únicamente ha visto la silueta del Generalísimo Trujillo y no su mirada penetrante e intimidante. El miedo, el calor asfixiante y la hipertensión arterial, fueron detonantes, para que se desmayara  y la cabeza cayera sobre el círculo del volante.

__ Despierta, para que me ayude con los bebés, qué te sucede__; manifiesta la enfermera, dando palmaditas en el rostro a Juanito; pero no responde y tuvo que pedir auxilio en la emergencia del hospital infantil; allí dieron los primeros auxilios al chofer. Luego llevó a Chupa Chupa y Traga Traga, entregando a los infantes y la comunicación que ordena su traslado, exigiendo que  firmaran y sellaran una copia, como descargo de responsabilidad.

Pasaron dos horas del  mareo de gallo indio que sufrió el chofer, por el susto de mirar la sombra de Trujillo, ya está en condiciones de valerse por sí mismo y seguir desempeñando su oficio.

La noble enfermera, besa las frentes de cada niño,  cual madre que prefiere entregar sus hijos, para librarlos de la muerte, al no poder alimentarlos.   Se despidió caminando lentamente con pies de pesado plomo,  ligero sollozo y un inmenso caudal de lágrimas internas; con la espalda hacia la puerta, no quiere marcharse, siempre mirando de frente a las cunas, donde reposan Chupa Chupa y Traga Traga. 
La enfermera con taciturno caminar, se dirige al lugar de estacionamiento de la ambulancia. Casi a distancia de su brazo,  hay plantas de cayenas florecidas, suavemente despegó una flor, la acercó al rostro y sus gotas lagrimales,  humedecen cada pétalo de la rosa, que cual divino recipiente o mágica ánfora, recoge el rocío de sus copiosas lágrimas.
El chofer puso en marcha la ambulancia y  pudo comprobar que cada mujer lleva latente el celestial instinto materno, el cual la hace acreedora del arrojo de una fiera y la sublimidad de sentir en el alma el dolor ajeno.

Nery Martínez, volvió a la maternidad y sigue recordando la desdicha de Chupa Chupa y Traga Traga, la congoja extrae sus lágrimas, que siguen cayendo, cual rocío encantador de las flores de cayena, que ahora palidecen ante su dolor…

Autor: José Manuel Ramos Severino.-

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